El gigante de los vientos

 

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Este relato surgió de un reto en los cursos de escritura del Ateneu Barcelonés, temática  de saltos en el tiempo, con un titulo fijo que no podíamos cambiar, y una foto de las casas típicas del barrio de Sants en Barcelona con una fachada tan estrecha que parecía estar apresada entre otras dos más grandes.

 

El gigante de los vientos

El testamento había sido cuidadosamente redactado y cada miembro de la familia había recibido una cuantiosa cantidad económica además de bienes. Pol a sus doce años heredó una pequeña y antigua casita entre dos enormes edificios, nadie de la familia la conocía, el único requisito era que no podía venderla ni derribarla.


A los pocos días  se dispuso a investigar en su interior. Aunque su hermana insistió en acompañarle, él se negó en rotundo. Su tío nunca hacía nada sin un buen motivo y si había escogido a Pol como su único dueño, sería por alguna buena razón. Pol estaba realmente triste por su pérdida y la herencia no le importaba gran cosa.
Durante el trayecto a su nueva propiedad, estuvo pensando en todos los buenos recuerdos que había vivido junto a su tío y si hubiera tenido que escoger uno, sin duda habría sido el día de “las galletas vomitivas”. A la edad de seis años, Pol y su tío  estuvieron haciendo galletas en casa de la abuela, fuera llovía y el concierto de truenos avisaba de la importante tormenta.

Su tío no le impuso reglas como hacían los demás adultos, ni le obligó a seguir una receta establecida. El siempre abogaba por la imaginación y experimentación como las principales herramientas de la ciencia. Era un notable físico, lo cual le daba bastante credibilidad.

Tras mezclar toda clase ingredientes en la mesa de la cocina y determinar el tiempo de cocción perfecto, el décimo octavo trueno de la tarde, probaron las galletas sin dejar que se enfriaran. Los dos estuvieron de acuerdo que el mejor adjetivo para describirlas sin ser crueles era “vomitivas”. Aun así, su tío se las llevó por no desilusionarlo y le dijo que sin experimentos, la ciencia no tendría muchos de sus descubrimientos.
Al abrir la puerta principal de la casita heredada, se entraba directamente al salón, el cual ocupaba toda la planta.  Al fondo  sobre la chimenea, había una gran fotografía enmarcada, la que él y su tío se tomaron el día de las galletas vomitivas. Pol se quedó mirándola fijamente.
– A tu tío le encantaba esa foto – dijo una voz profunda que venía de las sombras de la izquierda, cerca de la escalera -. No,  por favor, no te asustes.
Pol no había reparado en nada más al entrar, había dado por hecho que estaba solo, nadie más tenía llaves.  Su miedo le hizo meterse bajo la mesa del escritorio. El ser que se escondía en las sombras se dejó ver, era tan grande que su mano cubría medio respaldo del sillón de lectura, si el techo hubiera sido bajo no habría podido ni moverse. Debe medir casi tres metros, se dijo Pol.
– Me llamo Anemoi, era amigo de tu tío y estaba esperándote, Creador de galletas.
¿Creador de galletas? Pol estaba alucinando. Pero el miedo inicial había pasado.
Anemoi le explicó cómo se conocieron él y su tío. Pura casualidad, gracias a un viento del Este que se había desbocado y acabó en su salón. Su tío ayudó a Anemoi a dominarlo y tras acabar, ambos estaban tan hambrientos que cenaron una de las galletas que Pol había inventado.
El gigante le dijo que no había probado manjar más exquisito, así que invitó a su tío a viajar con él, cabalgando un viento a cualquier punto en el tiempo para agradecérselo.

Con cada viento del Este Anemoi volvía la casita, a visitar a su amigo y le obsequiaba con un nuevo viaje a cambio de una de sus galletas. Tuvieron cientos de viajes. Con cada viento del Oeste Anemoi volvía a su tierra.
Y allí estaba hoy, esperando a Pol pues no quería faltar a la tradición contraída con su tío,  los gigantes son muy de tradiciones y jamás cambian una cuando esta se ha establecido.
Pol miró el bote de galletas que estaba en el escritorio. Aún quedaban dos.
– ¿Cuándo te gustaría ir hoy? – preguntó el gigante deseoso de comer una galleta y vivir una aventura con su nuevo amigo.
Pol siempre había soñado con haber sido el primero en pisar la Luna. Visitar un lugar inexplorado. Se había disfrazado de astronauta en cada función del colegio hasta llegar a secundaria. Al oír esto Anemoi sonrió satisfecho.
– Tu tío elegía momentos en el tiempo igual de divertidos. Tenemos viento del Sur – dijo mientas miraba su reloj de vientos-. Es perfecto para ir al pasado, luego vendrá un viento del Norte, idóneo para volver al presente. No podemos ser vistos, debemos evitar los desastres temporales. –A Pol le pareció muy lógico el consejo pero estaba seguro que no habría nadie en la Luna para descubrirles.
Fue una aventura increíble, su tío le había dejado el mejor legado posible. Al volver, Pol estaba súper entusiasmado, dio mil gracias por ser tan afortunado. Gritando, saltando de alegría con su nuevo amigo, forjó un gran vínculo de unión con Anemoi. Miró de nuevo el tarro de galletas. ¡Solo quedaba una!
Cayó en la cuenta que no sabía la receta. Su tío debía haberla memorizado pero él hacía seis años que no había cocinado galletas. Anemoi le había dejado muy claro que la tradición no podía cambiarse, no habría viajes si no había galletas y solo podían ser “las galletas vomitivas”.

Y fruto de esa desesperación surgió la esperanza, no estaba todo perdido. Susurró al oído de Anemoi cuando sería su siguiente destino. Miró el reloj del gigante que marcaba viento del Sur otra vez, perfecto para ir al pasado. Entregó a Anemoi la última galleta. Rápidamente cogió papel y bolígrafo del escritorio de su tío y juntos tomaron el viento del Sur. Pol descabalgó a la señal de Anemoi, justo a tiempo de esconderse bajo la mesa de la cocina de su abuela antes que entrase nadie, el día de la tormenta.
El Pol de doce años tomó nota de cómo el Pol de seis inventaba “las galletas vomitivas”, cada detalle de su elaboración y disfrutó nuevamente de su mejor recuerdo con su tío, sin ser visto.
Anemoi volvería con cada viento del Este como marcaba la tradición y Pol estaría esperando en la casita, con un gran bote de “galletas vomitivas”

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